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sábado, 9 de julio de 2011

¡POR FIN, PUTA MADRE!

Todos y cada uno de los peruanos que vimos el partido de ayer ajustamos de una manera bien fea. Perú fue ampliamente dominador del juego —las cifras al final del partido lo mostraron claramente: 71% de posesión de pelota y 17 remates al arco en total— y no merecía irse con un mezquino empate de la cancha de Mendoza. El equipo de Markarián salió a ganarlo y, por una vez, luego de tantos años de frustraciones, lo logró.

El primer tiempo fue mediocre. Ni bien comenzado se fallaron dos jugadas claras, en los pies de Cruzado y Guerrero. Luego no hubo cómo. México se cerró bien atrás y Vargas no mostraba contundencia en sus escapadas por la banda. Advíncula cerraba bien la zona, pero no pisaba el área con peligro ni asistía a los compañeros. Carmona no se proyectaba nunca y Guerrero corría de manera inoperante y apelando siempre a la jugada individual. La volante no organizaba y Balbín era un sombra del jugador que se ganó el puesto. Por eso se necesitaba con urgencia que llegara el descanso, que Markarián hiciera su magia. Y la hizo.

El segundo tiempo fue totalmente otro cantar. Con un cambio sencillo, y que quizás a no mucha gente se le hubiera ocurrido, el DT logró replantear totalmente el juego de Perú. Poner a Vargas de punta fue un riesgo inmenso, pues no tiene ese instinto del ‘9’, cosa que demostraría luego en un centro de Carmona que la defensa mexicana dejó pasar sabe Dios por qué. Ahí el delantero común mete la pierna esperando el error del rival, pero el buen “Loco” se quedó mirando la jugada. Pudo ser el primero. En fin, ese replanteo más un Yotún que entró entonado hizo que el juego nacional ganara mucho. Y es que hubo un solo equipo en la cancha, de lejos. México no propuso nada de nada, fue un equipo sometido totalmente, que solo esperaba que llegara el gol del rival o el pitazo final del árbitro.

¡La cantidad de goles que fallamos! Guerrero y sus cabezazos a cualquier parte, Vargas y sus palos, y por ahí un par más del resto de jugadores. Nunca la frase “no lo puedo creer” fue tan sincera como ayer. Ya parecía que éramos Colombia. Era un rival demasiado inferior, inofensivo al máximo,  sumamente inocente —en el tiro libre de Vargas al travesaño, ningún chibolo mexicano se atrevió a mover a los tres jugadores que Perú metió en su barrera, más bien los miraban con miedo y sin entender qué pasaba— y que no merecía llevarse un punto y matar nuestra ilusión de esa manera. Si no les interesa la Copa y mandan equipo suplente, pues no vengan a querer malográrnosla a los que sí le damos importancia.

De verdad dudo mucho de que alguien que no sea hincha de nuestra selección entienda lo que es sufrir un partido de Perú, gritar un gol, ajustar para ganar un partido. Nadie fuera de nosotros entiende eso bien. Es por eso que se genera esa hermosa complicidad entre peruanos: la de sabernos inferiores, la del grito aguantado tanto tiempo. Y es por eso que emociona hasta el éxtasis sacar resultados positivos de manera tan complicada. Los hinchas de verdad, los que entendimos perfectamente por qué el grito de Peredo por el gol de Fano contra Argentina fue como fue, esos ayer nos quedamos sin garganta. Porque la suerte —que hizo que los defensas mexicanos se olvidaran de Guerrero justo en esa jugada— nos debía una hacía tiempo. Nos debía también que el árbitro no se hueveara y pitara fuera de juego. Nos debía ese ‘champazo’ de Acasiete. Nos debía que Guevara quisiera patear al arco y le saliera su característico tiro de bailarina de ballet, pero que esta vez hubiera alguien en el camino para añadirla. Nos debía tantas cosas y ayer nos pagó lo mínimo necesario. Suficiente por ahora.

Perú ya casi está en cuartos de final, como no deja de ocurrir desde hace varios años. Este triunfo es para que lo celebremos todos aquellos que entendemos lo que es sufrir con Perú, que no nos importa que se haya logrado ante el equipo alterno mexicano. Y no es mediocridad, es alegría pura, es poder decir “por fin, puta madre”. Por eso, que no se malentienda: no es ceguera producto de la emoción. Es emoción producto de la ceguera de tantos años. Y, más allá del análisis futbolístico que se debería hacer, se siente muy bien.
Gracias, Markarián, sinceramente.

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